En el asombroso horizonte de rascacielos, entre edificios aún en construcción y nudos de avenidas, algo ha comenzado a torcerse.
Los carteles de 'Se vende' o 'Se alquila' asoman por doquier colgados en las fachadas de cristal de torres huérfanas de vida. Dubai -la otrora ciudad futurista de espigadas atalayas, islas artificiales con forma de palmera y centros comerciales de proporciones faraónicas- ha dejado de ser El Dorado en mitad del desierto.
La villa de robots policía, taxis voladores y agentes de carne y hueso patrullando a bordo de Bugatti, Porsche o BMW se abrocha el cinturón. A la fuerza. «Dubai está sufriendo los errores que cometió hace más de una década cuando quienes desarrollaron la ciudad hicieron apuestas dudosas invirtiendo el dinero prestado en proyectos ridículos y sumamente costosos», comenta a Papel Jim Krane, analista de la Universidad Rice de Texas y autor de Ciudad del oro, Dubai y el sueño del capitalismo, que menciona extravagancias como albergar una de las mayores estaciones de esquí interiores del mundo en una ciudad cuya temperatura mínima del año es de 15 grados.
La historia de su decadencia, en efecto, comenzó a forjarse a finales de la década pasada cuando el emirato vecino de Abu Dabi -más aburrido, conservador y modesto pero tocado por los petrodólares- evitó la quiebra de Dubai, provocada por el estallido de su burbuja inmobiliaria, brindándole un rescate de 20.000 millones de dólares que lo alejó por un tiempo del abismo. Humillado pero no hundido, el emirato que gobierna la familia real Al Maktumsiguió el negocio. Su potente aeropuerto -cuartel general de su preciada aerolínea Emirates-, el turismo -es una de las ciudades más visitadas del mundo- y el comercio exterior lograron que el monstruo recuperara las constantes vitales y creciera. Pero, ahora, un nuevo requiebro amenaza con hacerle caer.