Llegado cierto momento en su vida, a finales de los 80, y habiendo hecho fortuna con sus primeros discos y aventuras en el teatro musical, Camilo Sesto eligió la soledad antes que la vida pública, la reclusión antes que los homenajes y los aplausos.
Nunca llegó a los extremos del escritor J.D. Salinger, encastillado en una fortaleza inaccesible e impermeable al secreto, pero de su vida se sabía poco, y lo poco que se sabía, se sabía mal, sobre todo cuando iba resurgiendo periódicamente con nuevas canciones, discos o proyectos, y daba alguna que otra entrevista que, por lo general, pinchaba en hueso.Y si no hablaba, Camilo podía pasarse años enteros a resguardo de los cotilleos en su casa de Miami o en el chalé de Torrelodones, en el que había tenido su base principal desde 1975, rodeado de sus recuerdos familiares, sus libros y sus premios. Quizá, también, porque lo a que a él le hubiera interesado mostrar un mundo interior alimentado por la presencia de objetos del pasado, como si fuera nuestro Liberace, no se correspondía muchas veces con el interés de los medios, que buscaban de él su lado freak o turbio, como si vieran en él a un Michael Jackson a la alicantina.
A mediados de los 90, Camilo Sesto le abrió las puertas de su casa a Javier Cárdenas, en la época en la que éste trabajaba de reportero guasón para su cuñado Alfonso Arús -en el programa Força Cor, de la autonómica TV3- y entrevistaba a histriones como Carlos Jesús o Paco Porras. Las visitas acabaron pronto: el retrato de Camilo Sesto que ofrecieron aquellas entrevistas era el de un demente amanerado, chillón y chapoteando en la decadencia, algo demasiado humillante para quien había sido un ídolo de masas y al que aún le quedaba recorrido sentimental entre los fans, pues aún estaba por llegar su omnipresencia en los menús de todos los karaokes y su segunda vida como estrella pop gracias a hits como Mola mazo.
Seguramente, Camilo Sesto se veía a sí mismo como un personaje de Oscar Wilde, reticente a envejecer -de ahí su obsesión con las operaciones estéticas-, y celoso de su intimidad, no se sabe si porque había algo que esconder -él sostenía en las pocas entrevistas que daba que no- o pocas ganas de explicarse por cuestiones intrascendentes, como que prefería estar solo que soportando en compañía el peso de la existencia. Así, su vida personal ha sido en gran medida un enigma, y los datos que se conocen son rastros interrumpidos de una historia que se conoce a grandes rasgos, pero que en muchos aspectos se mantendrá incompleta.
Nunca se casó, pero se le atribuyen amoríos dispersos con actrices de tercer rango -la que tuvo una relación más cercana fue Andrea Bronston, corista en sus directos e hija del productor de cine Samuel Bronston (Rey de Reyes, El Cid)-, aunque fue Lourdes Ornelas quien tuvo un papel central en su vida por haber dado a luz en México a su único hijo, Camilo Jr. -o Camilín, como se refería a él en su adolescencia-. En 1984, Camilo Sesto regresó a España tras un tiempo en México y bajó del avión con Lourdes, periodista por entonces, y un bebé de pocos meses en brazos. Nunca se casaron y la relación fue, sobre todo, utilitaria: fue la manera que encontró el cantante para tener un hijo por la vía natural. Ese fue, al menos, el retrato que dibujó Ornelas a principios de este año cuando accedió a ser entrevistada en el programa de televisión Sálvame.
Camilo Sesto se quedó la custodia de su hijo y vivió en su casa hasta la emancipación del joven Camilín, hace algo más de una década, con 23 años. La relación parecía idílica y feliz -era la imagen que transmitían aquellos reportajes en vídeo de Javier Cárdenas-, pero también a toro pasado, la relación escondía sus puntos oscuros. Camilo Jr., en las raras ocasiones en las que ha decidido hablar con los medios, ha explicado episodios de sobreprotección y exceso de control, un aislamiento del mundo en paralelo al de su padre, que le provocó episodios de depresión durante su adolescencia, y que aumentó la distancia familiar en su edad adulta.
Más allá de esto, la presencia mediática de Camilo Sesto se limitaba a sus cada vez más espaciadas galas o lanzamientos de discos, a acontecimientos morbosos como el asalto y robo a su casa de Torrelodones a principios de siglo -se jactaba de no tener rejas en las ventanas-, algún que otro rumor sobre su posible homosexualidad -especialmente cuando aparecía un tiburón con ganas de cobrarse un plató y afirmaba, sin pruebas, haber sido amante suyo-, y sobre todo la mala salud y la lucha contra el deterioro físico que han marcado sus últimos años, desde una fractura de tibia a principios de este año a sus dos trasplantes de hígado en 2001 y 2002 sumadas a la enfermedad renal que fue finalmente causa de su fallecimiento.
Y, por supuesto, sus operaciones estéticas, evidentes desde la década de los 90 -estiramientos de piel, colágeno y pulimentado de huesos, sobre todo-, que le daban aspecto cerúleo y artificial que lució en sus últimos años, quizá una justificación más para evitar la luz del día y sostener su estado de aislamiento en un entorno cada vez más protegido y hermético, y en el que él, si hacemos caso a sus escasos testimonios, se sentía feliz entre sus cosas queridas, sin contacto con un mundo exterior que había dejado de interesarle, si es que alguna vez le interesó de verdad.