Los últimos días de Batista es un libro de aspecto modesto y título sugerente. ¿En qué piensa todo el mundo cuando oye hablar de los últimos días de Batista en La Habana? En El Padrino II, claro, en aquella escena de la fiesta de Nochevieja de 1958, llena de mafiosos engalanados, que se convertía en una desbandada porque los revolucionarios habían llegado a la ciudad.
Jacobo Machover, autor de Los últimos días de Batista y de un puñado de preciosos libros de memoria y contrahistoria cubana, desmiente ésa bonita ficción en su libro. La Habana no era la Roma de Nerón aquella noche. Y Batista era un dictador con muchos pecados en su espalda pero no un tirano al estilo de Trujillo o de... Castro.
«Los últimos días de Fulgencio Batista en Cuba fueron momentos de tensión y de paranoia por las traiciones dentro de sus propias fuerzas armadas. Estaba convencido de poder resistir si no fuera por las negociaciones de sus propios generales con Castro. Cuando vio que era imposible decidió sacar a sus hijos Roberto y Carlos Manuel hacia Nueva York, pocos días antes de emprender su propia partida con el resto de sus familiares y sus partidarios más allegados. Unos hacia Estados Unidos, otros, incluido él mismo, hacia la República Dominicana. No hubo realmente pánico, como se muestra en El Padrino, que coloca la escena en el Palacio presidencial», cuenta Machover.
Sí es verdad que hubo una fiesta de Nochevieja. «Batista, con mucha sangre fría, fue a saludar uno a uno a los invitados en el campamento militar de Columbia, de donde salieron pocas horas después tres aviones con los fugitivos. Antes de subir a la escalerilla, le seguía dando instrucciones a sus jefes militares, creyendo que se podía llegar a formar un Gobierno provisional para impedir el control total del poder por los revolucionarios. Batista, en realidad, siempre subestimó a Fidel Castro, porque no formaba parte hasta entonces del espectro político tradicional de Cuba, en el que colocaba a sus adversarios, a quienes conocía desde décadas atrás». Batista, recuerda Machover, había irrumpido en la política de Cuba en 1933, primero como sargento revolucionario, luego como presidente constitucional entre 1940 y 1944 y finalmente como dictador entre 1952 y 1958.
Está también extendida la idea de que las mafias estadounidenses eran el gran soporte de la dictadura. «La mafia estuvo presente en Cuba, particularmente con la figura de Meyer Lansky. Encontraba en la isla facilidades que no tenía en Las Vegas, por ejemplo. La famosa reunión de la mafia en el Hotel Nacional de La Habana, la que sale en El Padrino II, tuvo efectivamente lugar pero no en 1958, durante la guerrilla, sino en 1946, cuando Batista estaba en Estados Unidos, empujado al exilio por el presidente que le había sucedido democráticamente, Ramón Grau San Martín. Pero es más romántico hacer coincidir a la mafia con los personeros del régimen». Sí es verdad que la inversión de la mafia en «los hoteles de lujo con sus respectivos casinos en torno al Malecón favoreció el desarrollo de la corrupción, un mal endémico en Cuba, que Batista pretendía atajar cuando dio su golpe de Estado en 1952».
Más datos que el lector español descubre con asombro. Si Batista perdió el poder fue porque Estados Unidos lo dejó caer. Dejó de suministrarle armas y le retiró la financiación. «Eisenhower y su vicepresidente, que era Nixon, nunca confiaron en Batista, por razones que pueden parecer extrañas a quien quiera simplificar al extremo las relaciones entre Cuba y su vecino del norte. Tampoco era visto con tan buenos ojos por la burguesía y los terratenientes de la isla, ya que era mulato. Otro aspecto, más complejo aún, es que Batista había tenido un largo coqueteo con los comunistas, reagrupados en el seno del Partido Socialista Popular, llegando a integrar a dos ministros comunistas en su gobierno en 1940. Batista era objeto de unos elogios que resultan increíbles por parte de Pablo Neruda, quien lo caracterizaba en 1944 como «Capitán de las Islas, salido como la fibra o la greda de las raíces populares, pueblo él mismo, pueblo en su gracia», o del poeta nacional cubano Nicolás Guillén. Luego, rompió espectacularmente con los viejos comunistas después de su golpe en 1952, pero éstos no lo vieron como un enemigo feroz hasta la toma del poder por Fidel Castro en 1959. Castro, por su parte, se esforzó en presentarse como un nacionalista, católico y hasta anticomunista. Eisenhower rechazó con muestras de asco los fusilamientos masivos del nuevo régimen en enero de 1959 pero Nixon parecía dispuesto a creerse sus proclamas, hasta que se declaró oficialmente comunista en 1961».
Al final, la idea que Machover transmite es que Batista habría podido ser un De Gaulle cubano, con las luces y las sombras de De Gaulle, pero que sus errores y la propaganada revolucionaria lo han condenado a pasar a la historia como un Tirano Banderas. «El mayor error de Fulgencio Batista, y comparto esa opinión con su hijo Roberto, el principal testigo en mi libro, es haber dado el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952. Provocó tres víctimas sólo, pero rompió un orden constitucional que él mismo había contribuido a instaurar. Se desató en Cuba una violencia incontrolada, con ataques a cuarteles e incluso al Palacio presidencial, y una represión a la medida del miedo de los militares y policías. Por más que intentara restablecer una apariencia de orden constitucional, con elecciones trucadas a su favor, no lo logró. Había perdido la astucia instintiva y la inteligencia política que le reconocían sus adversarios más acérrimos. Sus vencedores lo compararon a los de los nazis. Mi libro no es un intento de rehabilitación. Pero sí es una contrahistoria, que busca restablecer parte de la verdad», termina Machover. Las últimas páginas de su libro retratan La Habana en los años 50, mil veces evocada, con sus mafiosos, sus prostitutas y su brillo irresistible, aún hoy añorada.