Las redes sociales y la internet, cuando se convierten en una obsesión, en vez de puentes, colocan valladares en la interrelación de la gente.
Pasan a ser un recurso antisocial: pues nada importa y nada es nada cuando una persona está delante de su equipo siguiendo las imágenes y los mensajes que se difunden a través de su tableta o celular. He llegado a algunos restaurantes donde familias completas, enmudecidas, se aíslan inmersas en sus aparatos. Están físicamente juntos en la mesa, pero socialmente distantes.
Es increíble que un recurso que sirve para comunicar, también sirva para incomunicar.
Muchos profesionales de la psicología sostienen que las redes sociales y la internet, en términos de dependencia, pueden dar pie a trastornos parecidos a la ludopatía. Las cosas buenas también pueden tener cosas malas.
Otro aspecto que también llama la atención de las redes sociales es el exhibicionismo. Ese afán desmedido por mostrar al mundo los lugares que se visitan, la gente con quien se reúnen, en fin, las cosas que banalizan el disfrute de la gente, dando la impresión de que el goce verdadero no está en la satisfacción que produce el lugar, sino en el que produce mostrar dónde se está y con quien se está, siempre que el lugar y la compañia tengan alguna notoriedad social, artística o política.
La tarea es deslumbrar, “romper” los ojos de los demás, “echar cosa”, crear condiciones de “felicidad” para envidiar a los conocidos. Nutren su ego de esa vanidad que deja a los otros cortos.
Lo que para muchos es un testimonio para perpetuar lugares y encuentros de instancias felices, para otros es una oportunidad de provocar la admiración de los demás.
Pero el asunto no se queda ahí : muchas personas utilizan este recurso para contar paso a paso su vida, sus deleites culinarios, su vida social, sus intimidades, en fin, todo lo que acontece en su vida. Son reporteros de su cotidianidad.