Un adenocarcinoma tan agresivo como el que se me
ha diagnosticado tiene que ser atacado con mayor agresividad para evitar
que en cuestión de días comprometa órganos vitales susceptibles de ser
alcanzados por las células cancerosas que tienen extraordinaria
capacidad de expansión y contaminación.
Aunque admito que llegué un poco tarde al diagnóstico por razones que
no es necesario explicar en esta coyuntura --entre ellas el síndrome de
Superman que todos llevamos dentro--, he dado mi mejor cara a una
enfermedad que no permite muchas opciones.
Tuve la buena fortuna de llegar aún a tiempo a uno de los mejores
centros anti cáncer del mundo, el Presbyterian Hospital de Nueva York y
caer en manos de un equipo profesional consagrado a su oficio encabezado
por un médico dominicano, el doctor Rafael Lantigua e integrado por los
especialistas Paul Lee e Ivonne Saenger.
Voy a admitir ahora un dato que me había resistido aportar para no
causarles mayores tormentos a mis familiares, a mis amigos, compañeros y
gente que me valora y aprecia. Pero como esa realidad se ha modificado,
lo digo hoy: la perspectiva de vida que me dieron los médicos fue de
seis meses a partir del momento del diagnóstico.
El tratamiento, sin embargo, ha sido tan efectivo que en este momento
los médicos no se atreven a hacer pronóstico, pero calladito en el oído
el doctor Lantigua me dice que está apostando a los diez años y que en
cinco de ellos me va a acompañar una “alta calidad de vida”.
Es decir, mi perspectiva al día de hoy es muy buena en comparación
con el diagnóstico inicial, y aunque con enfermedades tan veleidosas
como estas no se puede cantar victoria, --sobre todo cuando atacan a una
persona casi septuagenaria, como yo--, mi organismo ha tolerado el duro
tratamiento sin mayor reacción negativa.