Los acontecimientos que estremecen la sociedad generan múltiples reacciones. No obstante, en la medida que la dosis de dolor y congoja individual se expresa en todos sus estamentos, el fenómeno se transforma en un estado de shock colectivo. En nuestro país, los niveles de estremecimiento derivados del desplome del techo del Jet Set ponen en contexto la fragilidad de la vida, adicionándole las ironías de transformar, de un golpe, la diversión en tragedia.
La inmediata asociación familiar, colindancias afectivas, lo desgarrador de la orfandad inesperada, aquellos que estuvieron en el lugar equivocado hasta los amparados en la dosis de suerte que salieron con vida, retratan el azar y fatalidad como categoría histórica. Muchos relatos y muchas dramáticas confesiones abonan el camino de la fe en un altísimo porcentaje de sobrevivientes, decididos hoy más que nunca al tránsito sin regreso por los senderos de la religiosidad.
Lo innegable es que un acontecimiento de profundo calado en el alma de la ciudadanía, nos induce a la mirada interna, al recogimiento y nos conduce a afinar el sentido del afecto, casi siempre ignorado a fuerza de la velocidad en que vivimos. Así, llega una nueva visión de la vida, esencialmente conducida por la tragedia que nos hace mucho más sensibles a las cosas que verdaderamente representan los elementos de mayor dimensión humana.





.jpeg)










