Por Carolina Mejía
Haití vive una de las peores crisis de su historia. No se trata solo de pobreza ni siquiera de inestabilidad política: hablamos de un grave deterioro institucional. En más del 80 % de su territorio, las bandas armadas han desplazado a las autoridades legítimas, controlan las rutas, los mercados y hasta las escuelas. Ya no hay sistema judicial operativo, no hay elecciones, y la violencia se ha convertido en el lenguaje dominante.
Cuando una nación entra en un estado de inestabilidad extrema, las consecuencias no se quedan dentro de sus fronteras. Las sentimos todos. Y si hay una nación que lo vive a diario, esa es la República Dominicana.
Compartimos la isla, pero también los efectos: presión migratoria, tensión en los servicios públicos, aumento de los partos de alto riesgo en nuestras maternidades, y una presión permanente sobre nuestras escuelas, hospitales y fronteras.
Para que se tenga una idea clara: solo en el año 2023, más del 30 % de los partos en hospitales públicos dominicanos fueron de madres haitianas. En centros como los de Dajabón o Barahona, la proporción supera el 70 %. En muchas zonas fronterizas, la mitad de los niños que entran al sistema escolar no dominan el español como lengua materna. Todo esto lo asumimos con recursos dominicanos y con el trabajo honesto de nuestros servidores públicos.
Además, hay una realidad que nos desafía desde la discreción de las cifras: nuestra seguridad interna. Sabemos que no se puede vincular automáticamente el crimen o la delincuencia con nacionalidades. Sería injusto y falso. Pero también es cierto que ningún Estado puede gestionar su seguridad nacional si no tiene control sobre quién entra, dónde está y qué hace dentro de su territorio. Cuando una parte importante de quienes ingresan al país lo hacen sin documentación, sin registro ni trazabilidad, no hay sistema que aguante esa opacidad. No se trata de señalar culpables, sino de advertir los riesgos de un flujo humano sin control ni regulación.
La Policía Nacional y los cuerpos de inteligencia trabajan todos los días con responsabilidad. Pero hacerlo sin información completa, sin datos verificables, sin saber con certeza quién está en nuestro territorio, cómo vive, en qué condiciones y en qué redes se mueve, es una carga que afecta gravemente nuestra capacidad de prevención y respuesta.
Es también una carga para los barrios y comunidades, que a veces ven alterada su convivencia sin saber cómo canalizar sus preocupaciones. Y para los municipios, que deben responder a demandas crecientes con presupuestos limitados, en contextos donde la solidaridad no puede sustituir a la planificación.
Hemos sido solidarios. Siempre lo hemos sido. Pero también tenemos el deber de proteger nuestro orden interno, nuestra soberanía y nuestros recursos.
La política migratoria de la República Dominicana no responde al capricho ni a la improvisación. Es un derecho legítimo de cualquier Estado definir quién entra, quién se queda y bajo qué condiciones. Y eso lo estamos haciendo con firmeza, pero también con respeto a los derechos humanos, a nuestra Constitución y a los compromisos internacionales que hemos asumido.
No permitiremos que se confunda la responsabilidad con la resignación. Ayudar no significa renunciar. Ser vecinos no significa ser cómplices de la inacción.
Por eso, hacemos un llamado claro a la comunidad internacional. No basta con declaraciones de preocupación. Se necesita que se concreticen acciones, recursos y voluntad política. La ONU, la OEA, la CARICOM, Estados Unidos, Canada, Francia y otros países europeos deben entender que si Haití se hunde aún más, no solo peligra la isla. Peligra la región.
Se requiere una intervención multilateral urgente, como ya ha ocurrido en el pasado. En 2004, bajo el liderazgo de actores internacionales y con el respaldo de Naciones Unidas, se desplegó una misión internacional de estabilización. Hoy se necesita algo similar, pero más profundo, más sostenido y con visión de futuro.
Además, urge que se renueven los programas económicos que han dado oxígeno a la industria haitiana, como el HOPE (Haitian Hemispheric Opportunity through Partnership Encouragement Act) y el HELP (Haiti Economic Lift Program). Ambos están en riesgo de vencimiento y han sido clave para la creación de más de 20,000 empleos directos e impactan a una población que supera las 200,000 personas, especialmente en el sector textil. Su continuidad puede marcar la diferencia entre más migración forzada o más oportunidades dignas dentro de Haití.
Hoy más que nunca, aplaudimos los esfuerzos del presidente y de los expresidentes. Este no es un tema partidario. Es un tema nacional. Es el momento de dejar de lado las pequeñas diferencias y pensar en lo que está en juego: nuestra estabilidad, nuestra dignidad y nuestro derecho a vivir con orden y seguridad.
Desde el gobierno local, desde nuestras comunidades, desde cada rincón del país, sigamos haciendo lo que nos toca: ayudar cuando sea justo, pero también defender lo nuestro con orgullo, con responsabilidad y con decisión.
Porque nadie va a cuidar mejor a la República Dominicana que nosotros mismos.