Llegó el final de la serie que ya hizo historia. Todas las apuestas y las teorías que se pensaron durante tantos años encontraron su desenlace luego de ocho temporadas. Tal vez no era el esperado. Pero seguramente ninguno haya sido el deseado.
En todo juego debe haber un ganador y por supuesto muchos perdedores. El premio mayor en esta serie era el trono, el poder mayor, el dueño del destino de los Siete Reinos.
Sin los Lannister en el frente (los hermanos Jaime y Cersei habían muerto aplastados durante la destrucción de King's Landing) y con Tyrion como único sobreviviente de la familia, el Trono de Hierro se disputaba entre las familias Targaryen y Stark. Y Jon Snow, que compartía linaje de ambas familias. Pero Jon nos hizo saber siempre que él no anhelaba el Trono y, si de algo se jactó siempre el bastardo, fue de cumplir sus promesas. Pero todo se desvaneció el capítulo anterior al final cuando Daenerys, su Danny, arrasó con Kings' Landing, sobrevolando la ciudad sobre su dragón.
Entendimos que ya nada sería igual. Que a Daenerys Targaryen no se lo podían justificar estas muertes (deberíamos preguntarnos por qué algunas de ellas la justificamos). Ya no más. Y Jon Snow no encontró ningún argumento válido para defenderla. Y decidió matarla, la engañó y la asesinó ante la mirada de los espectadores que no esperaban que el verdugo de Daenerysfuera su amado, el bueno de Jon Snow. Y minutos después el último dragón vivo de Daenerys, decide quemar el trono de hierro por el que tanto había luchado su madre. Ya nadie se sentaría allí si Daenerys estaba muerta.