Por: Carolina Mejía Gómez
Una ciudad que no respira, tampoco sueña. Hablo del oxígeno que no solo pasa por los pulmones, sino al de la sana recreación, del juego y la diversión, de la calma, de la conversación entre vecinos y de la convivencia que humaniza. Me refiero al oxígeno que hace te sientas bien y que vivas en bienestar.
Desde los primeros meses, entendimos que el espacio público debía dejar de ser el rincón olvidado para convertirse en el alma visible de la ciudad. Así se dio lo que para muchos parece una hazaña increíble: recuperar más de 200 parques y plazas en cinco años. No como meta de ingeniería, sino como promesa social. Parques y plazas no para lucir, sino para vivir.
Empezamos con el Pabellón de las Naciones y seguimos sin más recursos que nuestra visión, determinación, pasión y capacidad trabajo. Desde el Ensanche Espaillat hasta Guachupita, desde Cristo Rey hasta San Carlos, desde Los Guandules hasta la Ciudad Colonial, escuchamos a la gente. Porque al compás de la siembra de árboles, hay que también sembrar confianza.
Cada sector tiene su historia. Un solar baldío estaba convertido en un punto de drogas. Una cancha olvidada era un lugar que nadie se atrevía a pisar de noche. Una esquina oscura era sinónimo de miedo. Un vertedero improvisado marcaba el abandono. Pero donde otros veían abandono, nosotros vimos oportunidad.
No construimos parques de catálogo. Los hicimos con y para la gente. Algunos tienen gimnasios al aire libre; otros, glorietas para leer o conversar a la sombra, escuchar pajaritos o esperar el atardecer. Hay parques grandes y otros modestos, casi tímidos, pero igual de esenciales. Cada uno tiene su personalidad. Cada uno fue sembrado con propósito. Y todos, sin excepción, nacieron del respeto a la dignidad de nuestra gente.
Recuerdo la inauguración del Parque Buenos Aires (km 9 ½), en la avenida José Contreras. Doña Carmen, una vecina de 73 años, me tomó de la mano y me dijo: “Alcaldesa, ahora sí tengo donde mirar por la ventana”. Esa frase no salió en la prensa, pero tiene un inmenso valor para mí. Porque un parque, en el fondo, no es solo un espacio. Es un mensaje. Es decirle a un sector: ustedes importan.
En cinco años, Santo Domingo pasó de tener menos de 50 parques funcionales a más de 200. No lo digo con orgullo vano ni con soberbia, sino con humildad y gratitud por todo lo aprendido. Porque descubrimos que donde hay un parque, florece algo más que vegetación: florece la ciudadanía.
Lo dicen las madres que ya no temen salir con sus hijos y también los adultos mayores que juegan dominó bajo una mata. Un parque bien pensado no solo embellece: genera economía, cohesión social, identidad y plusvalía.
Los datos lo confirman: los parques reducen la violencia, mejoran la salud mental, aumentan el valor inmobiliario, incentivan el deporte y la lectura y, sobre todo, reconstruyen el tejido social. Pero más allá de los números están las escenas: la risa de un niño en un columpio, la pareja que camina de la mano al atardecer o un grupo de danza ensayando en un gazebo iluminado.
Son muchos los parques donde antes abundaban los letreros de “Se vende” y, desde que los construimos o remozamos, esos letreros desaparecieron. La gente ya no quiere irse porque ahora hay dónde estar y compartir; hay dónde sentirse bien.
¿Fue fácil? No. Hubo burocracia, críticas, lentitudes y hasta cinismo. Algunos decían que “los parques no dan votos”. Tal vez tengan razón. Pero sí dan otra cosa: sentido de dignidad, humanidad y una altísima gratificación por el bienestar construido. Y en el largo plazo, eso vale mucho más. Lo importante no es pensar solo en el retorno político de una actividad que garantice el bienestar de los adultos de hoy, pero, sobre todo, de los adultos del mañana.
A veces me preguntan cuál parque es mi favorito. Y es como si me pidieran elegir entre hijos. Cada uno es diferente y a cada uno se le ama por su identidad única. Un parque pequeño donde un joven enseña a otros a jugar básquetbol, vóleibol o ajedrez. Un lugar como el Paseo Marítimo Malecón, repleto de familias fortaleciendo sus vínculos. O la Plaza Santo Domingo, que ha sido testigo del amor de pareja y de promesas de una vida juntos. Esos momentos me confirmaron que no estábamos construyendo parques, estábamos construyendo ciudadanos. Ciudadanos que son gestores en sus propios espacios, que se ofrecen a servir como veedores de manera honorífica y que, con ello, nos ayudan inmensamente.
Ahora el reto es mantener lo logrado. Estamos creando brigadas de mantenimiento, alianzas con universidades, esquemas de gestión comunitaria. Porque no basta con sembrar. Hay que cuidar, perseverar y garantizar su sostenibilidad.
Los parques fueron apenas el comienzo. Pero un comienzo poderoso. Porque donde hay un parque, hay una tregua frente al caos. Hay encuentro. Hay sonrisas y esperanza. Hay vida.
Y no puedo terminar sin agradecer al empresariado y al sector privado, que han sido nuestros aliados para hacer realidad estos espacios. Agradezco a todos quienes han confiado en mi equipo y en mí para poder llevar adelante nuestra propuesta de mejorar esta ciudad que reclamaba bienestar.