Poeta y canción eran uno mismo; o, también, poesía y cantautor. Alberto Cortez plantaba su árbol en el límite del patio, donde termina la casa, y era un gran amigo de México desde la década de los años 70 cuando solía presentarse en el Teatro de la Ciudad “Esperanza Iris”. Sus ideas de libertad y justicia a menudo creaban controversias ideológicas entre la derecha y la izquierda, pero más allá de su filiación política, que no era de aquí ni de allá –como cantaba a dueto con Facundo Cabral--, estaba el hombre, el ser humano y el artista que deleitó con su prosa musical a los grandes públicos de Iberoamérica.
Era romántico, indudablemente. Pero sus canciones y su estilo interpretativo tenían algo diferente y el público cantaba con él melodías que enchinaban la piel, como aquello de “en un rincón del alma” o “qué cosas tiene la vida, Mariana”; o sufría y lloraba con él “cuando un amigo se va”, porque Alberto vivía intensamente en el escenario cada una de sus canciones. Le llamaban “El gran cantautor de las cosas simples”.
El origen
El moderno trovador nació en Rancul, La Pampa, Argentina, el 11 de marzo de 1940, pero años más tarde se instaló en España, desde donde proyectó su carrera, pero fue en Amberes, Bélgica, donde grabó su primer disco después de haber viajado en barco a Génova, en Italia.
En aquellos inicios enfrentó una agria disputa por el nombre, pues existía un cantante peruano de música tropical llamado Alberto Cortez (igual el apellido con zeta), quien a la postre se agregaría el añadido de “el original”. Por ello, el argentino se vio obligado a abandonar territorio belga. El escándalo de los dos Albertos alcanzó a Portugal, donde el artista inca denunció al pampero por suplantación y logró detener a éste en Barcelona.
Fue su madre quien lo inscribió en el conservatorio en Rancul.